jueves, 23 de diciembre de 2010

Querer a Julia

Hay gente que primero necesita quemar o borrar algunas
o todas las fotos. Se trata de un pequeño gesto,
un gesto que quiere ser una miniatura
del gran gesto
imposible
de borrar los recuerdos.

Mientras me dirigía a casa de Julia me encontré con dos viejos muy diferentes.

Al primer viejo
lo empujaban por la calle en una silla de ruedas. La boca abierta estaba mellada. Las bocas melladas siempre parece que estén succionando. Me fijé en la lengua pequeña de aquel hombre porque las lenguas no saben ser viejas. Era un reducto rosa y joven. Era una montaña solitaria metida en una bola de muerte. Aquella boca parecía el último bostezo del día de un pez.

El pelo del anciano lucía un peinado escolar. Sin duda
la nuera
o la hija habían reciclado en aquella cabeza
la buena maña con que peinaban a los nietos de aquel hombre.
Era como alimentar a un pobre con las sobras. A aquel viejo
le estaban suministrando
las sobras de un peine.
El viejo me miró arrojándome su mirada con desesperación. Hay viejos que en realidad son sólo los restos de un hombre joven.

El otro viejo con el que me topé me ha recordado a mi abuelo. Era uno de esos viejos
marrones y fuertes. Esa clase de viejos que sí saben ser viejos. Las manos son grandes y duras.
Si se le desabrochara una bamba
podrías confundir a este viejo
con uno de esos árboles a los que se les asoman las raíces por el suelo.
La mano del viejo pelaba una naranja. La naranja era una gran raya de olor
que pinchaba
y daba hambre.

Después de los viejos viene la casa de Julia.

Su voz me ha pedido con una disciplina oxidada
que me marchara. Cuando ella se enfada
acorta la raya de su boca y me aprieta
apretando sus ojos. ¿Qué día de invierno
terminaron de fabricar su mirada?

¿Cómo se puede decidir,
saberse del todo,
que ya no se desea ver nunca más a alguien?
Me parece desesperante
que el último gesto que le vi, su
último gesto
sea
su gesto último.

Ni siquiera estaba seguro de que viviera en el mismo sitio. Se trata de un cruce
en donde la lluvia cae como una muchacha con lipotimia entre un hotel
y una frutería.

Una vez le dije a Julia
que yo nunca había visto un sólo pájaro muerto. Alguna paloma atropellada, eso sí -ella también había visto alguna-, pero la culpa es entonces de los coches
y no de la muerte. Nunca he visto un sólo gorrión muerto. ¿Dónde se mueren los pájaros,
Julia?

Pero Julia hundía la mirada en sus apuntes. Progresaba. Su única aventura era el futuro.
No sé qué es lo más increíble;
si que ella aún quepa en mi corazón
o
si que yo
ya no quepa en el suyo.

¿Se habrá deshecho Julia de aquel paraguas que el viento volvía del revés
hasta hacerlo parecer un tenedor
pinchando tela roja?

Cuando caen la muchacha desmayada delante de mi casa,
abro el paraguas,
me meto debajo de la lluvia,
y sé que Julia ni siquiera habrá necesitado hacer ese pequeño gesto.
Ella ni siquiera quiso tener fotos,
ella ni siquiera quiso fabricar recuerdos.




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Poesía by Iván Legrán Bizarro is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
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