martes, 25 de enero de 2011

A mi hijo

Aún no sé
si te dará a luz una mujer que me quiera, o si
tendré que ir a comprarte a alguna tienda de niños.
Sí. Comprarte. ¿Qué es eso de “adopción”?
Tendré que ahorrar una fortuna. Tendré que salir a comprarte. Pero seguramente
no volveré a comprar en toda mi vida
nada tan maravilloso como tú.

Si al final tengo que pagar por ti, serás una niña.

Hijo, te lo aviso,
mi casa es pequeña.
Tus primeros cumpleaños -los que se celebran con otros padres
rovoloteando sobre sus hijos-
tendrán un aforo limitado.

No te he puesto todavía ningún nombre. No quiero empujarte dentro de ninguno.
Todos te quedan feos. Me parecen muy poca cosa. Es como si quisiera comprarte una camiseta
que ya llevara puesta todo el mundo.

Es raro que yo te castigue. No te pegaré nunca,
pero a veces te amenazaré
como si fuera capaz de hacerlo.

Cabrón. Dime que después de las acuarelas
y de la plastilina de la infancia
no te vas a alejar demasiado de mí
durante la adolescencia.

En cualquier caso
ya haremos las paces.

Ay, hijo. Ten cuidado con el amor
porque a veces es mucho peor
que el odio.

El odio es un mapa muy claro: Odias
a quienes no te dejan que los ames. Es tan fácil
tener enemigos.

Pero lo otro...
A veces creerás que el amor es entregar una varita
para que ellas (o ellos)
te puedan convertir cuando les apetezca
en mierda.

Algún día estarás en tu escritorio e intentarás formular -con toda la desesperación y la mala leche del mundo, para que él o ella lo lea-
lo ambiguo que es todo:

“Me estoy cansando de ti
Depende del día que tenga
todo lo que sé de ti, incluso tu nombre,
incluso tu pelo,
me parece un capítulo amargo en mi vida.”

Por eso, hijo, te deseo la misma suerte que tengo yo.
Cuando quedo con mis mejores amigos
sé que siempre ha sido una buena idea
quedar con ellos. Es muy difícil
introducir el mal
en la carpintería de nuestro vínculo.

Y eso te va a pasar con tan poca gente...

Plancharé. Lavaré tu ropa. Te escucharé. Me limpiaré las manos en el delantal antes de coger el teléfono.
Nunca dije que me limitaría a ser tu padre. También seré tu madre.

¿Que por qué no tienes una?
¿Sabes lo que es el barbecho?:
Cuando un agricultor ve que
en una extensión de tierra ya no crece nada
decide dejar de sembrarla, le da descanso, la pone a dormir debajo del cielo
para que se enriquezca de nuevo.
Así tengo el corazón ahora, hijo
en barbecho. Si te acercas mucho a él -si te pones pesadito
con tus preguntas-
verás algunos nombres
todavía escritos.

Cabrón. Cabronazo.
¿Cuánto tiempo me vas a hacer esperar hasta que podamos
ir juntos a tomar una cerveza?

¿Y cuánto tiempo hasta que ya no te dé vergüenza abrazarme?
Bah. Ojalá seas niña. Son más cariñosas.

Tengo tantas ganas de verte;
de que nos veamos,
de que seas pequeño,
de que seas grande.

Atentamente, Iván Legrán,
tu padre.




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Poesía by Iván Legrán Bizarro is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
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martes, 11 de enero de 2011

Aquella escuela

Hoy he pasado por delante de la escuela
en donde se me fue cayendo la infancia.

Las rayas que definen el campo de fútbol siguen estando cansadas. Poco alimentadas
de color
como entonces. En el huerto de la escuela
hay un árbol que parece una corbata vieja
porque el sol sólo se fija en su copa
durante media hora.

Justo mientras yo miraba el patio
se ha abierto una ventana y una mano
que sólo era como la mitad de mi mano
ha lanzado un avión de papel.
Desde lejos
el único pasajero de aquel avión
era una multiplicación
hecha con boli negro.

De repente, suena el timbre y sale un grupito de niños muy pequeños
de 7 u 8 años. Los colores de sus chándals son tan básicos
como los que usan para hacer las fichas
de los juegos de tablero.
La hora de la gimnasia,
es una versión reducida y militarizada
de la burlona hora del patio. Se han puesto
a practicar con una pelota de básquet.
Si sólo me fijaba en el balón suspendido en el aire
lo que veía era a Júpiter
intentando colarse por un aro.

Continué andando y terminé por pasar por delante de la mercería
en donde a veces mi abuela se paraba a comprar botones.
Recuerdo una vez
en que las viejas que había en la tienda se pusieron a cotorrear con mi abuela:

-Porque son pequeños. Yo a mi nieta
la quiero mucho, ¡pero muchísimo! ¡Pero a los nietos no se los puede querer más
que a los hijos!

Cuando salimos de la mercería
mi abuela me apretó la mano
y me lanzó una mirada:

-Tú no hagas caso, Iván
son un montón de viejas chaladas.


Cuando regresaba a mi casa
vi a una chica con una cara poco armoniosa, pero que a mí me parecía guapa. Y también me parecía que sólo a mí podía parecerme guapa. Me sentía como si yo hubiera encontrado
una frase bonita en un libro cubierto de polvo
y olvidado.

Volví a pasar por delante de la escuela;
un niño rompía un trozo de papel de plata del bocadillo
y lo tiraba en el suelo. Ahí,
en el lugar en donde se me fue cayendo la infancia,
el papel de plata
semejaba un acento de hierro.





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