lunes, 31 de mayo de 2010

Sobre "Los mecanismos de ficción"

¿Es real el realismo? ¿Cómo definimos una metáfora afortunada? ¿Qué es un personaje? ¿Cómo reconocer el uso brillante del detalle en la ficción? ¿Qué es el punto de vista, y cómo funciona?

Según la introducción a “Los mecanismos de ficción” de James Wood, ésas son las preguntas que han funcionado como gasolina para impulsar la redacción de este libro. Lo primero que sorprende es el título: ¿Por qué “Los mecanismos de la ficción” y no “Los mecanismos de la literatura”? ¿En algún momento la literatura no es ficción o, en algún momento, aspira a una cosa distinta de la ficción? Quizá, justamente, ése sea el primer golpe que pretende darnos James Wood: Enmarcar a la ficción como marco de toda la literatura. ¿Es necesario hacer eso a estas alturas? Pues yo creo que sí: ¿Nos parece raro que alguien nos hable de “literatura de ficción” -intentando, entonces, diferenciarla de otra literatura de no-ficción-? A mí al menos, de buenas a primeras, si me dicen eso de “literatura de ficción” no vacilo en imaginarme una novela negra o una novela de aventuras. Entonces, ¿qué ocurre con las novelas cuyo género es el de no tener género? ¿Es que pueden estar fuera de la ficción? Desde luego que no. Voy a recoger aquí uno de los últimos párrafo con los que James Wood cierra el libro:

El realismo, visto en general como fidelidad a las cosas tal como son, no puede ser simple verosimilitud, no puede ser simple semejanza con la vida, o parecido, sino lo que yo llamo “vividad”: vida en el papel, vida traída a una vida distinta por el arte más elevado. Y no puede ser un género; por el contrario, hace que otras formas de ficción parezcan géneros. Porque el realismo de ese tipo -vividad- es el origen. Informa todo lo demás; instruye a sus alumnos díscolos; permite que existan el realismo mágico, el realismos histérico, la fantasía, la ciencia ficción, incluso los Thrillers.

Me parece un buen acierto eso del realismo-vividad, sirve para oponerlo al realismo-fotográfico, el cual en absoluto es artístico y suele ser simple esqueleto para articular “argumentos”. No es extraño entre los alumnos de literatura o los aficionados a la lectura el viejo debate de: ¿No es mejor una mala historia bien contada que una buena historia mal contada? Me parece un debate de una miopía exacerbada: Las buenas historias, son buenas porque están bien contadas. Las malas historias, son malas porque están mal contadas. Con lo cual, le pese a quien le pese, una historia más larga y más compleja puede muy fácilmente ser simplemente eso: más larga y más compleja.

Perdón, me estoy yendo por otro sitio; pero es difícil conducir en línea recta cuando se habla de literatura. He tenido una sensación muy molesta con el libro de James Wood: A pesar de que estoy prácticamente siempre de acuerdo con el olfato de buen lector que demuestra tener a lo largo del libro, creo que comete el error de contestar dos veces a cada una de las cuestiones que plantea: Cuando habla sobre el estilo indirecto libre empieza a esbozar una explicación teórica clara y precisa ante la cual digo sí con la cabeza y estoy de acuerdo; cuando aboga, teóricamente, por cómo debería ser un buen uso de semejante estilo vuelvo a asentir con la cabeza y a decirme que sigo estando de acuerdo. El problema lo tengo cuando James Wood se empeña en contrastar citar ejemplos de novelas; creo que se desorienta o bien se vuelve muy sectario con su propios gustos, hasta tal punto que siento que las cosas que ha asentado bien teóricamente luego, en la contrastación práctica, se acaban deshaciendo. No hablo simplemente de que esté poniendo malos ejemplos a buenas explicaciones; hablo de que las premisas que nos hace asumir gracias a un buen planteamiento luego se suelen ver comprometidas con los ejemplos escogidos y, además, puede conducirnos a los lectores a una contra-asunción de lo que ya habíamos dado por bueno en un primer contacto teórico. Pondré un ejemplo:

El estilo indirecto libre adquiere su máximo poder cuando apenas resulta visible o audible: “Ted contempla la orquesta a través de unas lágrimas estúpidas”. En mi ejemplo, la palabra “estúpidas” marca la frase e indica que está escrita en estilo indirecto libre. Si la quitamos, tenemos un pensamiento normal en tercera persona: “Ted contempla la orquesta a través de las lágrimas”. La adición de la palabra “estúpidas” suscita la pregunta: ¿de quién es esta palabra? Es muy poco probable que yo desee llamar estúpido a mi personaje sólo porque está escuchando música en una sala de conciertos. No, es una maravilosa transferencia alquímica, la palabra ahora pertenece en parte a Ted y en parte al narrador.

Esta primera explicación sobre qué es el estilo indirecto libre me parece buena; está bien ilustrado el modo en que el narrador indirecto libre simpatiza casi invisiblemente con sus personajes y deja que los pensamientos de estos se viertan en el caudal de su discurso. Sin embargo, cuando intenta ejemplificarnos el uso del estilo indirecto libre en una novela de Henry James, nos transcribe este párrafo:

Y a causa de todas estas cosas su mamá la consiguió por un precio tan económico, realmente por nada: el caso es que un día, cuando la señorita Wix la acompañó al salón y se retiró, la niña oyó que una de las damas que encontró allí, una señora con las cejas arqueadas como cuerdas de saltar y puntadas muy gruesas y negras, como líneas trazadas con regla para las notas musicales y que llevaba unos bonitos guantes blancos, se lo anunciaba a otra. Sabía que las institutrices eran pobres; la señorita Overmore era inmencionable, y la señorita Wix mucho más aún en público. Sin embargo, ni eso, ni el viejo traje marrón ni la diadema ni el botón disminuían el atractivo que poseía la señorita Wix para Maisie, un encanto que se hallaba presente en toda y ella que transmitía que de alguna manera, a pesar de su fealdad y su pobreza, era peculiar y tranquilizadoramente segura; más segura que ninguna otra persona en el mundo, que papá, que mamá, que la señora con las cejas arqueadas; más segura incluso, aunque fuese mucho menos guapa, que la señorita Overmore, cuyo encanto, suponía la niña, débilmente consciente de ello, no invitaba a descansar con la misma sensación de arroparte y de beso de buenas noches.

Antes de comentar por qué este ejemplo de excelente uso de estilo indirecto libre me parece inadecuado, voy a dejar discurrir un poco más a James Wood para que apuntale otra de sus buenas conclusiones sobre el estilo indirecto libre:

Es habitual que los buenos escritores cometan errores. Muchísimos autores excelentes tropiezan en el estilo indirecto libre. El estilo indirecto libre resuelve muchas cosas, pero acentúa un problema inherente a toda narración de ficción: ¿las palabras que usan los personajes aparecen suyas o más bien suenan como si fueran del autor?

Cuando escribí “Ted contempla la orquesta a través de unas lágrimas estúpidas”, el lector no ha tenido dificultad alguna en asignar “estúpidas” al propio personaje. Pero si yo hubiese escrito “Ted contempla la orquesta a través de unas lágrimas viscosas e hinchadas”, de pronto los adjetivos habrían parecido irritantemente adjudicables al autor, como si yo intentar encontrar la forma más estrambótica de describir aquellas lágrimas.

El problema que señala James Wood, la tensión entre el estilo del narrador y el supuesto estilo que debería tener cada personaje, está tan fosilizado en la novelística que, precisamente por eso, el ejemplo que ha puesto de buen uso del estilo indirecto libre queda invalidado. Me explico: Estamos tan acostumbrados como lectores a un intervencionismo tan grande del narrador -aunque sea entendiéndolo dentro del estilo indirecto libre como una predisposición demasiado habitual del narrador a contener de un modo muy artificioso los pensamientos más corrientes de un personaje, que el ejemplo de narrador excesivamente simpático de Henry James nos va a resultar demasiado cursi: El narrador niñifica demasiado a la niña, se comporta ocasionalmente como un padre para ella. Y eso ya no es hacer un uso del estilo indirecto libre “que resulte apenas visible o audible”, al revés, es hacer un uso demasiado fluorescente del estilo indirecto libre.

Además, me parece mal que, como si bien apunta el propio James Wood, el arte es desproporcionar algo para mostrar la tamización subjetiva de dicha proporción seleccionada, no se anime nunca a hablar de otros estilos narrativos aparte del indirecto libre. Este “Los mecanismos de la ficción” me parece un libro demasiado quieto en la premisa de que la novelística actual se basa en distintas germinaciones del estilo indirecto libre inventado por Flaubert. Por ejemplo, ¿por qué James Wood no explica nunca que en las narraciones en primera persona sí puede solucionarse perfectamente esta tensión entre “estilo del narrador y estilo supuesto en el personaje”? En las narraciones en primera persona es más evidente la intención artística del escritor; el intento subjetivo de desproporcionar algo para aspirar a la meta más interesante del arte: detallar una visión -parcial- de la verdad.

Voy a poner un ejemplo de Blonde Town para ilustrar eso que digo de la solución entre “tensión del narrador y tensión del supuesto estilo de los personajes. Al ser una novela en primera persona el narrador vierte su propio discurso en su prosa, así que queda automáticamente desactivado para sí mismo el estorbo de: “¿Pero es que este estilo pega con la mente de este personaje?” Además, en las narraciones en primera persona, la narración es tan evidentemente capricho de una subjetividad, que el autor tiene la ventaja de poder ejemplificar sus discursos sobre otros personajes invocándoles al diálogo cuando le dé la gana; por lo tanto vuelve a salvar los escollos del discurso indirecto libre sin caer en la cursilería simpatizante del ejemplo de Henry James.

Mi hermana se ha convertido en una mujer de 16 años que habla poco. Sé que la familia echa de menos a la niña que fue Irene; estoy cansado de que siempre se lo recriminen con alguna mirada sucia, o bien zancadilleando su silencio con las mismas preguntas de siempre. Para ellos es como si un gusano alegre y colorido se hubiese metamorfoseado en una mariposa macilenta y callada.

Desde los 12 hasta los 18 años más o menos, la ventisca muy pasional de la adolescencia quita la niñez de los corazones. Sin embargo, a Irene le sucedió algo que se la arrancó de cuajo como se arrancaría un tubérculo: Se enamoró a los 13 años de un chico mucho mayor que ella. Fue una relación normal y corriente, se quisieron y se acostaron juntos durante más de un año. Creo que por eso Irene ha crecido tan deprisa, sin apenas transitar por la adolescencia: La adolescencia es una etapa heroica basada en la mitificación del niño por metas que sólo podrá conseguir siendo adulto: amor, sexo, dinero... Como a Irene el amor y el sexo la tocaron con sólo 13 años la crisálida de la adolescencia culminó extraordinariamente rápido en ella. De hecho, las aspiraciones de mi hermana volvieron a basarse en temas de su niñez: Ser veterinaria y, sobre todo, tener un perro.

Cuando me enteré de que mi hermana había follado sentí asco. Me poseyeron las ganas de lanzarle una apasionada reconvención para intentar que se diese cuenta de la locura que había cometido. En realidad, lo que yo estaba haciendo era enmascarar de regañina paternalista el choque de asco que había sufrido al imaginármela siendo follada por un tío. Lo que ocurrió es que ella se me avanzó a la regañina con una frase de una lógica imposible de contradecir:

-Si le hubiese conocido con 17 años y hubiera sido virgen... ¿No sería lo mismo?, ¿eh? ¿Tenía que dejar escapar a un chico que me gusta sólo por la edad?

Tuve que masticar mis protestas hasta que se convirtieron en un balbuceo y luego en nada. Mi hermana tenía razón.


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Arrancamiento

Hoy he descubierto a un poeta,
está ahí:
¿Ves el tractor que arranca ese árbol anclado profundamente
en la tierra?
¿Ves cómo su brazo mecánico estira y destroza?
Estoy seguro de que sientes en ti una ínfima parte del reventar de nudos
y de raíces. ¿No parece como si le quitasen una muela al mundo?
Pues ése es. El conductor ufano de ese tractor
es el poeta que condensa el modo en que yo con mi brazo mecánico
arranco mi corazón de ti,
llenándolo todo de pulpa, de ganchos, de raíces
desenchufadas. Al lado
del inmenso hoyo que embrutece el proceso
de devolverme a ser sólo yo, y a ti a ser sólo tú,
-al lado- está el mapa del futuro
desmantelado.

Dame la tonada.
Dime cómo comienza la nana
que adormece el modo de interesarme por ti.
La nana
que me haga desconocer a tu familia
y desconocer, repentinamente, la manera de enfermar cuando pienso que
estarás sudando mientras otro te conecta su sexo.
Mientras tú estás permitiendo lo que sea
a quien sea.

Créeme
que busco el modo de saber usar el desdén de las cosas grandes.
Poder levantarme la camiseta y enseñarte el ombligo.
Como Júpiter enseña su ombligo rojo y titánico
a la tierra, lleno de paz
rebosando en la experiencia de su gigantismo. Del mío.
Tus piernas brillarán mientras follas
como una cola partida de sirena. ¿Y qué?
Todo.
Quiero que la naturaleza tenga otro acceso de espontaneidad
-como en el día de la creación- y que fabrique y ponga de moda
un árbol comprensivo
cuya fruta se parezca a mi corazón enorme.

Quiero, en parte, que pasees intranquila
y abrumada
Que cada camino te lleve a donde no quieras
para que cada camino
te lleve a mí.



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martes, 25 de mayo de 2010

Sólo ha pasado un tiempo

Acaba de terminarse la lluvia.
Sólo queda la matraca gradual
de las últimas gotas. Algunas
se suicidan ruidosamente desde la punta de los tejados,
otras coleccionan valor en el saliente de una ventana, y después saltan, como los niños desde el trampolín, a un vacío lleno de cosas. Otras
finalmente,
son como estalactitas moqueadas por esos
toldos viejos y oscuros
que se resfrían con cada lluvia.

Sabes, Irene
aún no eres alguien normal para mí;
todavía no es normal verte. Aún te admito sólo
con la incredulidad que le concedería
a un regalo muy reciente.

No sabes la algarabía, el celo con que me preparo,
la fiesta con la que me miro al espejo y me despido de mí
muy alegre
antes de que vengas a verme.

A veces te imagino a ti en tu baño, frente a tu espejo: Me invento
ese rato que has de pasar con ese lápiz negro
que convierte tu mirada
en una noticia fuerte. Si pudiera
hablarte en ese momento, te diría:
-Eh, vuelve a ponerte horquillas,
porque si no ya sabes
que el viento
se pasará toda la tarde
tratando de husmear en tu cabello.

Cuando el invierno bufa tu melena, y la deja suspendida
poniendo un acento largo en la calle,
es como si se enarbolase una bandera
de algo que me importa mucho.

Todavía me eres extraña; ni siquiera han llegado todavía
las cosas que me va ha traer tu llegada. Pero
en todo caso,
ninguna parece mala;
enjaulado en la alegría
ya no estoy solo como lo estaba antes;
No sé si se ha marchado lejos o si se ha escondido muy cerca,
pero al menos la soledad
ladra ahora en otra parte.


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jueves, 20 de mayo de 2010

Blonde Town

Me lo explicaron en secundaria, yo debía tener 13 o 14 años: Blonde Town se fundó con este nombre porque hallaron un túmulo con una momia rubia; era el cadáver de uno de los pocos colonos vikingos que habían pisado América perplejos y sin armar mucho revuelo en los libros de historia.

Blonde Town es una ciudad muy pequeña; sólo tiene un lugar para cada cosa: Una biblioteca bastante rácana y mustia- los libros huelen a periódicos viejos y sus páginas tienen el color del sarro-, una escuela bien aprovechada pero sin riesgos de que el alumnado la desborde, una carnicería de confianza, una farmacia que está al final de una cuesta... Pero no se trata de un pueblo. Los pueblos están lejos de cualquier cosa y sólo saben hacer embutidos. Blonde Town es como un niño que ha elegido esconderse cerca de un montón de adultos; estamos como aislados, pero sólo hay diez minutos en coche hasta Texas. Blonde Town era una ciudad metida en el disfraz apacible de un pueblo.

En nuestra urbanización teníamos dos mascotas comunitarias: El viejo y negro vagabundo Francis y un perro huérfano -hasta que los vecinos nos convertimos en sus padres colectivos-, precioso, de la noble raza de los akita. Cada día una casa de la urbanización le sacaba un plato de comida al viejo Francis, y otra distinta le sacaba, sobre un periódico, alimento al perro. Evidentemente todos preferíamos al perro. A Francis le dábamos comida porque nos hubiera sentado demasiado mal no ser caritativos; algunos vecinos le ponían el plato de comida en el suelo y apenas le miraban cuando le susurraban:

-Eh, no te lleves el plato, ¿eh?

En cambio, después de disponer sobre el suelo el periódico lleno de restos de comida aprovechables o de pienso, todos se acuclillaban para acariciar al akita y para decirle palabras buenas mientras lo miraban comer.

La ropa y el olor de Francis le convertían en poco menos que un vómito de la calle. Sin embargo, el perro lucía un aspecto limpio y sano. A la mínima señal de que el pelaje del animalito deslucía lo más mínimo, cualquier vecino lo hacía pasar a su jardín y lo duchaba generosamente con el chorro de la manguera de riego. La gente acariciaba al perro mojado y éste, cuando salía a la calle, se sacudía el agua de encima con un potente estremecimiento. Cuando ibas por la calle y te encontrabas con el perro nunca te daba la impresión de que estuviese vagabundeando, siempre le veías dirigirse decididamente hacia alguna parte, como si el animal estuviera siguiendo una agenda muy apretada. Era a Francis a quien te daba pereza encontrarte. Te paraba, te extendía su mano sucia y con una súplica indecisa te preguntaba si tenías alguna moneda suelta para un café. Francis era un lunar apestado y errante. Nos daba la tabarra a todos, mejor dicho, por su culpa nuestra conciencia nos daba la tabarra por no querer hacer apenas nada por él. Alguna vez, muy remotamente, le di esa moneda para el café. Entonces, desafortunadamente, se me acercaba y me apretaba un hombro:

-Chaval, si alguien te pega me lo dices, ¿eh? Yo boxeaba de joven. Te lo juro por mi madre. Te enseñaré a defenderte, ¿eh? Que yo fui un campeón, chico.

Aunque sonara a pura invención viniendo de un vagabundo, yo no podía quitarle todo el crédito. Era un negro alto y creo que debajo de sus guiñapos aún quedaba un cuerpo un poco robusto.

Quien más quiso a aquel akita de entre todos los vecinos de la urbanización de Blonde Town fue mi hermana pequeña, Irene. Por una coincidencia tierna a la que siempre estaré agradecido yo vi cómo se conocieron ella y el perro. Irene, desde niña, solía salir todas las tardes un rato a sentarse en las escaleras del porche. No sé si estaba aburrida o no, pero ponía una cara aburrida y le lanzaba miradas a los tomates que sembraba nuestro padre y al limonero que él y yo, antes de que naciese ella, habíamos plantado. Aquel día me dio por asomarme un rato a espiar a mi hermana. Sólo la veía de espaldas, pero me gustaba mirarle el pelo, encontrar en aquella lisura negra la raya de luz donde el sol incidía partiéndole la melena. De repente la puerta de la cancela del jardín hizo un gruñido como el de un columpio al ser empujado. Un hocico grande y negro asomó desde la calle. El corazón me dio un vuelco. Adherido a la nevera con un imán teníamos una lista con los números de teléfono de las emergencias; en esa lista, además de figurar los de las ambulancias, bomberos y policía, había un teléfono de la guardia forestal. Muy de vez en cuando, atraído por la basura o simplemente desorientado, merodeaba por nuestra urbanización algún oso grizzly que bajaba de un monte vecino que teníamos a nuestras espaldas. El hocico, negro y grande como el de un oso, se quedó husmeando el jardín sin que el animal se decidiese a pasar adentro. Iba a avisar a mi padre cuando de repente el perro decidió meterse en el jardín atravesando la puerta de la cancela. Era un perro grande y musculoso, como un Husky pero de color naranja y con la cola montada sobre el lomo, formándole una graciosa fuentecilla blanca de pelo. Irene reaccionó enseguida; se puso de pie, dio un paso hacia el césped del jardín y se arrodilló. Después de que hacerle gestos de atracción con las manos no funcionara, vi cómo mi hermana se golpeaba con las palmas los muslos para llamar la atención del perro.

-Ven, ven -le decía mi hermana con toda la atención dulce que su voz grave le permitía.

Cauteloso, supongo que todavía ordenando en el cajón de su experiencia los olores de los tomates y del limonero, el perro se acercó muy despacio a Irene. Cuando estuvo cerca ella acabó de atraerlo estirando un brazo y acariciándole la testa. El animal vino hacia ella y se dejó manosear. Mi hermana vio que el perro llevaba una medallita en el collar y la leyó:

-¡King!

El perro, que hasta entonces había actuado entre receloso y holgazán miró muy atentamente a mi hermana. A mí esa mirada incrédula del perro me cautivó; la estaba mirando exactamente como si le dijera: ¿Y tú cómo sabes mi nombre, eh? El akita se excitó y trotó un poco por el jardín hasta pararse delante de la puerta de la cancela. Le echó un vistazo a la calle y luego giró el cuello hacia mi hermana. Irene volvió a golpearse los muslos con las palmas de las manos abiertas y le llamó:

-¡KING!

El perro se disparó hacia mi hermana y ella le recibió tirándose hacia atrás en el césped para que no la embistiera. Irene reía y el perro, que ya se había puesto sobre ella, empezó a lamerle la cara. En ese momento dejé de mirar por la ventana y salí al jardín, yo también quería acariciar al perro. Mi hermana tenía quince años cuando conoció a aquel akita. Cuando pienso en la adolescencia de ella, mi imagen preferida está ligada a ese perro: Mi hermana sentada como siempre en las escaleras del porche, el perro tumbado a sus pies, dejando que ella le acariciase el lomo o le buscase alguna pulga. Con la llegada de King Irene perdió esa mirada aburrida que le lanzaba a los tomates y al limonero de nuestro jardín.


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lunes, 17 de mayo de 2010

Modernetis

Felix de Azúa decía que era fácil que la novela actual cayese en el quejiquismo. Me parece que es un miedo muy pertinente; ¿acaso no nos hemos dado cuenta todos de lo que quejicas que son muchos de los escritores modernetis? De hecho, por su culpa, el adjetivo “moderno” vuelve a ser peyorativo. Y esto no se reduce a los chavales de hoy en día que quieren escribir: Les pasa a todos los escritores: Desde Sartre hasta Javier Marías. Hay una pandemia de escritores pegajosamente pesimistas. Que si la ciudad es una mierda, que si la política es una mierda, que si el ser humano es una mierda, que si Occidente está en decadencia...

A mí este talante no sólo me pone instintivamente de mal humor, sino que como lector no me despierta ningún interés. Por eso me ha parecido que el apunte que hace Azúa es muy apropiado. Alguien que empieza a escribir debería hacerlo arrojando una apuesta que se base en fundamentar algo -una convicción personal, una exploración sobre cómo ha asumido un tipo de experiencia, etcétera-, y no debería basar su apuesta en desfundamentar algo. No me parece una actitud inteligente, ni mucho menos ya original, ir diagnosticando la insuficiencia de todas las cosas. Tampoco me parece lo contrario; no es una actitud imbécil. Creo, más bien, que es una actitud perezosa. Vaya, qué parrafada para decir solamente esto. Como dice una amiga mía: “dímelo en una puta línea”. Vale, ahí va: Un escritor tiene que tener ganas de decir algo, más allá de que ese algo sea decir que todo está mal. Me parece que esta frase es cierta por tres razones: 1) Es muy cómodo decir que todo es una mierda -te estás limitando a suscribir una opinión que ya llevaba demasiado tiempo consensuada como para pensar, siquiera, que es una moda. 2) Todos sabemos que todo es una mierda, muchas gracias, señor escritor por tardar 500 páginas en decírmelo y 3) -y ésta es la que más me importa y la que creo que más concierne a un escritor- A poco que uno escarbe en eso de que “todo es una mierda” se da cuenta de que es mentira. Pondré un ejemplo -ficticio, por supuesto:

Mi ex novia fue, generalmente, una zorra asquerosa. Eso sí, siempre recordaré un 20 de abril en que se puso un vestido azul que se acababa de comprar y estaba preciosa. Iba tan bonita que me hizo feliz.

O por poner un ejemplo en verso:

Lo malo
es que a veces fuiste buena


Conseguir esa distancia que permite ponerlo “todo” se ha convertido en el objetivo de la literatura de hoy en día.

Me viene a la memoria una novelita de Kenzaburo Oé que se llama “La presa”. Yo sé, por lo que he chafardeado en su biografía, que Kenzaburo Oé es un buenazo. Un tipo de izquierdas, defensor de los mejores valores civiles, etc., y evidentemente para nada es un xenófobo. Sin embargo, “La presa”, narra la historia de un avión que se estrella en las montañas de una isla japonesa. Los aldeanos que viven cerca del lugar del siniestro van hasta donde está el avión estrellado y descubren que hay un tripulante superviviente: un negro. Aquellos japoneses nunca habían visto un negro, así que al ver a un hombre de 2 metros y encima de color negro piensan que es animal gigantesco que apesta. El negro es arrastrado hasta el poblado atado con cadenas y tratado como una bestia. Cuando uno de sus amigos le pregunta al niño protagonista de la historia: “¿Qué, cómo es el negro? -Bah, no es para tanto, apesta como un buey”. Sin embargo, unos capítulos más adelante vemos que el niño protagonista y su corrillo de amigos se bañan con el negro en un río y todos quedan admirados del tamaño de su pene. ¿Sienten admiración por el negro o asco? ¿Les da miedo que sea diferente a ellos o eso les atrae? ¿Lo quieren o lo odian?

No es que sean preguntas difíciles; son preguntas naturales, segregadas de la normal complejidad de cualquier circunstancia. Si Kenzaburo Oé abomina del racismo ¿por qué no lo condena abiertamente en la novela? Pues porque eso sería simplificar el asunto: Es estupendo no ser racista; pero hay que admitir que siempre queda un poso de desconfianza genética hacia lo que es distinto, y no sólo no es malo confesar eso, sino que hay que aspirar a poder plasmar esa cloaca de reservas que sentimos ante cualquier asunto que nos importe de verdad. Kenzaburo Oé crea una gran obra de ficción porque en ella se muestra todo el proceso de recelo (o sea, de respuesta espontáneamente precavida, y no decididamente racista) de unos niños hacia un monstruo que nunca habían visto: un negro. La voz del narrador narra esos días en que él y sus amigos jugaban con el negro con un deje de nostalgia y de encariñamiento hacia ese tiempo pasado: Ésa es la condena del racismo que hace Kenzaburo, y es ese tipo de condena no simplificadora hacia el que debe aspirar la novelística.

Por eso me parece una escritura muy fofa la de quienes se limitan a predicar que todo da asco; no hay ninguna tensión en ese tipo de literatura y, además, no suele saber engarzarse en narraciones interesantes, como si ya no hiciera falta contar historias.

Para mí, estamos en el mejor de los tiempos para escribir: Por fin se han conquistado las circunstancias históricas necesarias como para poder presentar un completo simulacro de la realidad íntima. Por eso me caen tan mal los modernetis victimistas; es como si no se hubieran enterado de que por fin estamos capacitados para hacer la mejor de las literaturas.

domingo, 16 de mayo de 2010

No es para ti

No es para ti este poema.
No hablo de ti.
Sino de la ti que guardo. Hablo al tú
al que doy cobijo.

Fuera. No te expulso con furia. No te echo de aquí con enfado.
No lleno de humo tu casa para que salgas corriendo. Ni llamo a alguna intrusa para que te eche:
Nada de eso. Sólo te recomiendo que te vayas. Tú misma estás arruinando tu estancia.
Cada mañana en tu desayuno, sobre tu plato
pones un trozo de carne
o pones un trozo de alma.
Y casi cantando
vas mermando más tu casa.
Caminas. Alborotas. Andas descalza no para ser más blanda,
sino para que yo sienta más la planta de tus pies. Andas por mí
y tus huellas me convierten en un camino que te piensa.
Andas, te escondes y, sobre todo, te apareces
y tu pie pequeño holla precioso mi pensamiento
y pudre inaceptablemente
mis sentimientos.
Sal;
vete educadamente. Usa mi orejita para salir; puedes sentarte un rato en el lóbulo
para despedirte de mis cosas. Luego
puedes usar el cuello como un tobogán. Te he preparado la maleta
en mis hombros.
No lo pongas difícil. Di adiós. Vete. Mora en otra vida
en otra vida que no sepa quererte,
para que tú no sepas matarla.
O ve
ve hacia otros que sepan odiarte
para que puedan echarte con estruendo de sus vidas.

Sé que cualquier día
tus nudillos tiernos como flores
intentarán tocarme a la puerta: Desde la mirilla te veré
triste
triste y con la mirada mojada por tantas lluvias que habrás mirado.

-¿Puedo pasar?
Tienes una mano roja de tanto sostener imposiblemente la maleta.
Y me preguntas
como si no supieras la respuesta.

Con el aspecto más domestico y lamentable; zapatillas,
pijama, bata, y con la caries humeante del café más negro que nunca en la taza:
-Sí, pasa, anda.
Y te acercaré el pecho a los dientes duros, a la boca blanda.
-Come, tonta. Come,
muerde como lo hacías antes.
Si total,
ya iba a vestirme
para salir a buscarte.

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martes, 11 de mayo de 2010

Ya no me quieres

No coge polvo aquel día.
Lo frecuento a menudo.
Mi memoria lo ha amurallado con especial mimo.

Sigo en ese momento, estoy dentro de ese día muchas veces. Hoy,
por ejemplo,
acabo de pegarle otro sorbo
a aquel instante en que por primera vez
vi tu rostro.

Ahora que ha terminado la fiesta de haberte conocido,
después de sonar como nunca había sonado,
mi pecho es una pandereta
enferma y pisoteada.


A pesar de todo,
tu cara sigue creciendo en mi cabeza.

Las palabras dulces que me decías al principio
se han convertido en trastos;
vaya metralla circula en la vena fluvial de mi vida,
vaya puñado de estrellas cansadas
has dejado que se quede dormido entre el barro.

Los planes. Tantos planes
que deben sufrir reajustes:

Antes sonreías si te decía que había soñado con que te follaba
y ahora, temeroso
sé que si te digo que he soñado con tu coño
me lanzarías una mirada rara. Es mejor permanecer callado.

Los planes. Los pájaros. Tantos pájaros
te miran a ti
y se quedan tan callados...

Mi corazón es un texto que te asustaría:

Está tu nombre, muchas veces. El sofá de mi casa. La merienda que te doy todos los viernes. El perro que vas a comprarte
recibe una caricia de mi mano. Está tu barrio y están
nuestras vidas
ilusamente mezcladas.

Todo está en este texto
que ahora leerías con fastidio,
quizás incluso con un poco de asco.

¿Pero qué haces?
No detengas mi mano ahora.
Deja que arríe mi corazón;
Ahí arriba ya no hace nada.
Qué más te da,
si tú ya
ni siquiera
le dedicas una sola mirada.

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lunes, 10 de mayo de 2010

Arnold y Francis Frost King (Capítulo 1)

Voy a narrar un suceso de cuando tenía trece años. Fue un suceso crítico, porque me parece que a raíz de aquello mi pasado y mi presente, hasta entonces percibido como algo amazacotadamente unido, se separaron como el anverso y el reverso de un cromo despegado.

Cuando el padre de Ruth murió y ella, sin que yo conociera los motivos, decidió apartarme de su vida, mi percepción del pasado maduró instantáneamente: ya no se trataba de un saco donde se recaudaban y se clasificaban las cosas que me pasaban. A partir de ese momento el pasado se me reveló como lo que en verdad creo que es: una base de datos sentimentales para el contraste. Cuando Ruth se fue descubrí esa desavenencia que puede existir entre el pasado y el presente: las cosas que me habían pasado con Ruth, cosas que en un presente anterior habían sido alegres, ahora, por contraste, se habían archivado por el pasado como un producto feo y malo. En definitiva; fue así como me di cuenta de que el pasado, cuando importa y se regresa a él, casi siempre es un dispositivo obsesivo y masoca.

El pasado no siempre está pasado; a menudo simplemente se limita a ser memoria de lo ocurrido; pero no a ser algo superado, pasado. Por suerte para mí, la figura de Ruth es “pasado”. Lo que aún no ha pasado es la imbécil que fui, lo mal que lo hice al final.

¿Pero por qué cojones tuviste que irte, Ruth? Me hiciste crecer de súbito. Pensaba que íbamos a crecer juntos y despacio. Pensé que íbamos a saborear lentamente cada etapa. Al menos, ahora deseo que hubiésemos crecido así. Pero sospecho que eso es una utopía; tengo la certeza de que no se crece despacio. Se salta a la madurez después de algunos traumas. En la falda de la montaña, en alguna fecha indeterminable, nos hacen beber una pócima cargada de realidad... y entonces despertamos en la cima. Y ya está.

Eres idiota. Me daba igual que no hablaras. Sé que hubiera tenido paciencia para soportarte. El tiempo hubiera transcurrido y me hubieras empezado a contar todos los detalles de lo que sucedió con tu padre. Porque no se trata sólo de que se muriera, ¿no? Algo más habría, ¿verdad, Ruth?

A los 13 años el ruido del despertador me ponía frenético. Antes, hasta hacía poco, mi abuela aún podía recordar bien la hora a la que tenía que despertarme, y lo hacía tocándome la frente. Era un despertar suave, transitado, la cara de mi abuela, resbalada por la vejez, aparecía ante mí antes de que yo fuera consciente de que estaba despertando. En cambio, ahora, el despertador siempre hacía trizas imprevisiblemente mi etapa de sueño. La costumbre de acercarse a mi cama, sentarse en el colchón, y despertarme acariciándome la frente dice mi abuela que se la copió a mi madre. Supongo que trataba de preservarla o de continuarla de alguna manera en mí. Yo no me acuerdo ni de mi madre, ni de mi antigua casa, ni de mi padre. Alguna vez, cuando se reunían en la cocina a comer con nosotros, oía a los amigos de mi abuelo opinando sobre mí:

-Pobrecillo, sin madre.

Mi abuelo entonces se envaraba, su rostro se esforzaba en recordar aquella expresión con la que posaba en las fotos de cuando era soldado:

-Pobrecillo yo, yo me quedé sin hija. ¿Él, sin madre? Qué va, ni se dio cuenta.
Era cierto. Por suerte para mí, la muerte de mis padres cuando yo tenía tres años no produjo en el niño que yo era más resaca de lo que supondría un cambio de habitación, la pérdida de un juguete querido, o que me cambiaran el juego de toallas al que ya estaba habituado por otro nuevo.

Mi bisabuelo Paul convirtió, hace ya más de 60 años, la casa donde vivíamos yo y mis abuelos en un hostal que no había enriquecido a los Garrington pero que, quizá desafortunadamente, producía el suficiente dinero como para que a mi abuelo le hubiera dado pereza aspirar a otros empleos al regresar de la guerra . De mi bisabuelo apenas han quedado fotos, sólo algunas, muy deshechas, de cuando ya era muy mayor. En todas las fotos aparecía comiendo o fumando, invariablemente con una sonrisa granuja y enorme; su sonrisa era una secuela de victoria que, por lo que dice mi abuelo, siempre lucía en la cara desde que dejó atrás los tiempos de miseria gracias al buen arranque del hostal. Dice mi abuelo que Paul, su abuelo, siempre había sido tomador por un loco en su familia, en especial por sus hermanos. Todos se echaron las manos a la cabeza cuando Paul les explicó en qué pensaba gastar el paupérrimo quinto premio que le había tocado en la lotería. Cuando el negocio del hostal empezó a ir bien, automáticamente, aunque nunca llegara a cogerle totalmente el gusto, mi bisabuelo Paul se convirtió en un gran fumador. Fumaba el mejor tabaco, siempre estaba dispuesto a ofrecerle algo de su carísimo tabaco a su padre, a sus hermanos... y a todos los que no habían creído en él.

La casa que el bisabuelo Paul convirtió en un hostal disponía de dos plantas y una buhardilla con forma de pirámide. La planta baja era el sector “foráneo” de la casa. En teoría los inquilinos de la planta baja también tenían derecho a usar la cocina, pero mis abuelos comían y hacían vida en aquella enorme cocina y creo que a la gente le daba vergüenza invadir aquel espacio. Algún inquilino, a lo sumo, entraba a la cocina musitando un saludo, se dirigía rápidamente a la nevera y rescataba alguna cosa para precocinar o un poco de embutido para un bocadillo. La planta baja tenía ocho habitaciones, pero como mucho sólo se ocupaban cinco o seis. La gente que venía al hostal era muy pasajera; nadie venía a “vivir” durante un tiempo; sólo utilizaban el hostal como plataforma de espera hasta que les salía algo mejor, y eso no tardaba demasiado en ocurrirles.

Sin embargo, había dos huéspedes más en la casa: sus habitaciones estaban en la planta superior, junto a la mía y la de mis abuelos. Estos dos huéspedes... en realidad eran inquilinos de mi abuelo, pero ya no estaban de paso; se habían aglomerado al núcleo familiar de mis abuelos y yo. Yo sentía por ellos un afecto similar, creo, a lo que se debe sentir por un tío. Desde que tengo uso de razón Nicolae, el carnicero judío, siempre ha estado en la casa y Francis Frost King llegó cuando yo tenía sólo ocho años. Recuerdo la expectación de mi abuelo y de Nicolae y el jaleo de los paparazzi: Francis Frost King, el ex-campeón de los pesos pesados, se venía a vivir al hostal Garrington. Durante el primer año no era raro encontrarse con algún paparazzi esperando tras la cancela del jardín a que apareciese Francis, pero después la reputación del ex-boxeador se fue acallando y sumergiéndose en la normalidad.

Francis le demostró enseguida a mi abuelo que se sentía cómodo en el Garrington y que buscaba integrarse. Siempre recordaré el día en que Francis Frost King empezó a “unirse” a nosotros: Nicolae estaba preparando pancetas y morcillas. Nicolae se sentía orgulloso de su carne y era habitual que insistiera en preparar él la comida con los desperdicios de la carnicería. En ese momento acababa de disponer una generosa fuente de pancetas sobre la mesa de la cocina. Francis, que habría bajado al salón a ver la tele, o bien se preparaba para salir a comer, pasó a la cocina y exclamó:

-¡Qué bien huele, ¿no?!

Nicolae, que estaba de espaldas, ocupado con una gran pinza de madera en darle la vuelta a las morcillas que estaba friendo, se giró hacia Francis y le sonrió. El vaho jugoso de las pancetas, que subía lentamente formando un vaporoso copete, hizo que los agujeros de la amplia nariz del negro se dilataran por un instante. Mi abuelo se cogió las manos y apuntó -las manos parecían una pistola- hacia la fuente de pancetas.

-Quédate, muchacho.

Nicolae alzó con las pinzas una larga trenza de morcillas y puso un plato debajo para que no escurrieran el jugo en el suelo.

-Mirad -nos señaló Nicolae, muy contento. Parecía como si se vanagloriara de haber capturado un estupendo ejemplar de serpiente.

Mi abuela dio una palmada alegre y fue a buscar un vaso para Francis. Aquella vez fue la primera que comimos juntos los cinco.

Mi abuelo compraba un abeto cada año y sembraba los pies del árbol con regalos para mi abuela, para mí, para Francis y para Nicolae. Ellos subían en Noche Buena a cenar con nosotros; dejaban las chaquetas en el perchero, se acercaban discretamente al árbol y mientras Francis se agachaba a dejar por allí sus regalos para nosotros, Nicolae se acercaba a mi abuelo y le entregaba un gran paquete de carne envuelto en papel de regalo. A los pies del árbol se acumulaba una buena pila de regalos que, rociados por los rítmicos trinos de luz de las bombillas de navidad que adornaban el abeto, adquirían el aspecto de tropezones de una macedonia. El negro del hostal, el ex boxeador Francis Frost King, se acercaba al árbol, cogía su regalo y me lo ofrecía directamente, desbaratando mi juego de buscarlo y mi presunta creencia de que todo aquello era un capricho de Papa Noel.

-Toma -y me lo decía golpéandome con la palabra.

Del primer recuerdo que tengo de él entregándome un regalo lo que más me llama la atención, y es lo que recuerdo con más nitidez, es que descubrí entonces que los negros tienen las palmas de las manos blanquísimas: el regalo fue una comba.

-¿No es para niñas? -le repliqué yo, desilusionado.

-No -zanjó él en un tono brusco, quizá también desilusionado-, es para ponerte fuerte.

Como no quería que se enfadara conmigo -me caía muy bien, básicamente porque era un gigante musculoso y podía presumir de él cuando cuando venía a por mí de vez en cuando a la escuela-, la semana siguiente, cuando ya se me había pasado la emoción por los otros regalos, me puse a practicar con la cuerda en el jardín. Cuando me vio saltando salió al jardín con otra comba y empezó a saltar conmigo y a enseñarme algunos ejercicios.

-Las niñas no saben saltar así -mientras me lo decía me cogía un hombro con su manota, en aquel entonces, yo debía tener nueve años, su dedo pulgar era casi una tercera parte de mi hombro.


-Dale las gracias a Nicolae – me siseaba mi abuelo cada Noche Buena, orientando sus pobladas y canosas cejas hacia el cordero.

Yo me moría de vergüenza por tener que darle las gracias a Nicolae por algo que estaba a punto de comerme, pero si no lo hacía mi abuelo empezaba a pisotearme con fuerza y se ponía muy pesado.

El carnicero recogía mi agradecimiento con una sonrisa orgullosa; le encantaba sentirse generoso. A veces, cuando preparaba algo especial para comer, me cogía del brazo en mitad de pasillo del piso de arriba y me preguntaba: “Qué, ¿estaba buena la carne?” Nicolae solía pasearse en bata, con una camiseta interior blanca. Siempre iba limpio, pero podía adivinarse en sus camisetas el recuerdo de alguna mancha de grasa o de sangre. Yo me quedaba bobo buscando alguna de esas pequeñas manchas en su pecho, o bien mirando la curva enorme de su panzota y le respondía, timidísimo, un “sí” fabricado con un asentimiento de mi cabeza.

El despertador que me regaló mi abuela tronaba cada 10 minutos hasta que me levantaba y lo apagaba con un porrazo. Cuando me incorporaba el sol que entra por la mañana, casi siempre, había seleccionado, de todas las cosas que tenía chincheteadas en el corcho que había frente a mi cama, mi gorra de baseball. De pequeño jugué en el equipo de baseball de la escuela: era bueno jugando y eso es más que suficiente para que, a pesar de que no me importara en absoluto el deporte, me gustara jugar. Mi abuelo venía a recogerme a los entrenamientos con una botella -de esas feas y tan modernas que usan los ciclistas- llena de agua con azúcar y limón. La primera vez que vino a recogerme quise pararme a beber en la fuente del parque de Winston Churchill -un parque que hay a medio camino entre la escuela y nuestra casa. Mi abuelo, cuando vio que yo me iba a arrancar hacia la fuente, estiró su brazo y me cogió por el hombro:

-No, Arnold, que de ahí beben los perros.

No entendí eso de los perros -de hecho, no lo comprendí hasta que mucho tiempo después no presencié, en otro parque, a un enorme boxer que se enfilaba hacia la fuente y chupaba directamente el agua del pitorro-, así que pensé que “que de ahí beben los perros” era una expresión que venía a significar: “No quiero que hagas esto, y ahora no me apetece explicarte por qué”.

Un día en que Ruth estaba en casa, mi abuela nos sirvió en la cocina dos trozos de pastel para merendar: uno de chocolate y otro de limón. Ruth iba a adelantárseme cogiendo el pedazo de pastel de limón.

-¡Eh!, Ruth. No, no lo cojas, que de ahí beben los perros.

Ruth frunció el ceño y me miró extrañada, yo aproveché su perplejidad para coger el pedazo de pastel que quería.

-Nada, no hagas caso, para ti el otro.

A cualquier otra persona, por cortesía, le habría dejado elegir el trozo de pastel. Pero con Ruth, que era mi amiga, no me hacía falta ser amable.

Hubo una última manifestación más de mi incomprensión hacia el “que de ahí beben los perros”. Una noche soñé que una mamá perro iba con su cachorro. El cachorro, en el parque de Winston Churchill, empezó a sentir sed y viró el lomo con la intención de dirigirse hacia la fuente. En ese momento -¡hasta dónde pueden hilar los sueños en verosimilitud!-, la mamá perro empezó a ladrarle a su pequeño:

¡-Guau-guau!: y yo sabía perfectamente, desde mi sueño, que lo que estaba tratando de decirle era:

-No bebas de ahí, cariño, que de ahí beben los niños.


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jueves, 6 de mayo de 2010

Solsticio de blog

Buenas, soy Iván Legrán Bizarro y odio los blogs, sobre todo los de literatura.

Hay dos razones que me han llevado, sin embargo, a abrir este blog:

1) Mi amigo Ernesto -habréis notado su fuerte influencia en el nombre de este blog.

2) Estoy hecho un Blancanieves. Veréis; todos sabemos que a ciertas horas (entre las 22 y de la noche las 01 de la madrugada) hacemos un uso desorientado de Internet (A ver qué dice la crítica de esta peli... A ver cuánto pienso come el perro éste que quiero comprarme...) .... y acabamos entrando a fotologs, flickrs, o sobre todo blogs de gente a la que desconocemos. Inocente de mí: creo que esto mismo le puede pasar a un editor; está ahí el hombre errático perdido por internet... y, hostia, ¿qué es este blog de un tal Iván Legrán? A ver... ¡HONDIAS! -que es una fusión entre Hostias y me cago en Dios-, qué bien escribe este joven. Voy a enviarle un e-mail inmediato para tratar las cláusulas de su contrato.

Pues eso, soy un Blancanieves, estoy esperando a mi editor azul.