jueves, 20 de mayo de 2010

Blonde Town

Me lo explicaron en secundaria, yo debía tener 13 o 14 años: Blonde Town se fundó con este nombre porque hallaron un túmulo con una momia rubia; era el cadáver de uno de los pocos colonos vikingos que habían pisado América perplejos y sin armar mucho revuelo en los libros de historia.

Blonde Town es una ciudad muy pequeña; sólo tiene un lugar para cada cosa: Una biblioteca bastante rácana y mustia- los libros huelen a periódicos viejos y sus páginas tienen el color del sarro-, una escuela bien aprovechada pero sin riesgos de que el alumnado la desborde, una carnicería de confianza, una farmacia que está al final de una cuesta... Pero no se trata de un pueblo. Los pueblos están lejos de cualquier cosa y sólo saben hacer embutidos. Blonde Town es como un niño que ha elegido esconderse cerca de un montón de adultos; estamos como aislados, pero sólo hay diez minutos en coche hasta Texas. Blonde Town era una ciudad metida en el disfraz apacible de un pueblo.

En nuestra urbanización teníamos dos mascotas comunitarias: El viejo y negro vagabundo Francis y un perro huérfano -hasta que los vecinos nos convertimos en sus padres colectivos-, precioso, de la noble raza de los akita. Cada día una casa de la urbanización le sacaba un plato de comida al viejo Francis, y otra distinta le sacaba, sobre un periódico, alimento al perro. Evidentemente todos preferíamos al perro. A Francis le dábamos comida porque nos hubiera sentado demasiado mal no ser caritativos; algunos vecinos le ponían el plato de comida en el suelo y apenas le miraban cuando le susurraban:

-Eh, no te lleves el plato, ¿eh?

En cambio, después de disponer sobre el suelo el periódico lleno de restos de comida aprovechables o de pienso, todos se acuclillaban para acariciar al akita y para decirle palabras buenas mientras lo miraban comer.

La ropa y el olor de Francis le convertían en poco menos que un vómito de la calle. Sin embargo, el perro lucía un aspecto limpio y sano. A la mínima señal de que el pelaje del animalito deslucía lo más mínimo, cualquier vecino lo hacía pasar a su jardín y lo duchaba generosamente con el chorro de la manguera de riego. La gente acariciaba al perro mojado y éste, cuando salía a la calle, se sacudía el agua de encima con un potente estremecimiento. Cuando ibas por la calle y te encontrabas con el perro nunca te daba la impresión de que estuviese vagabundeando, siempre le veías dirigirse decididamente hacia alguna parte, como si el animal estuviera siguiendo una agenda muy apretada. Era a Francis a quien te daba pereza encontrarte. Te paraba, te extendía su mano sucia y con una súplica indecisa te preguntaba si tenías alguna moneda suelta para un café. Francis era un lunar apestado y errante. Nos daba la tabarra a todos, mejor dicho, por su culpa nuestra conciencia nos daba la tabarra por no querer hacer apenas nada por él. Alguna vez, muy remotamente, le di esa moneda para el café. Entonces, desafortunadamente, se me acercaba y me apretaba un hombro:

-Chaval, si alguien te pega me lo dices, ¿eh? Yo boxeaba de joven. Te lo juro por mi madre. Te enseñaré a defenderte, ¿eh? Que yo fui un campeón, chico.

Aunque sonara a pura invención viniendo de un vagabundo, yo no podía quitarle todo el crédito. Era un negro alto y creo que debajo de sus guiñapos aún quedaba un cuerpo un poco robusto.

Quien más quiso a aquel akita de entre todos los vecinos de la urbanización de Blonde Town fue mi hermana pequeña, Irene. Por una coincidencia tierna a la que siempre estaré agradecido yo vi cómo se conocieron ella y el perro. Irene, desde niña, solía salir todas las tardes un rato a sentarse en las escaleras del porche. No sé si estaba aburrida o no, pero ponía una cara aburrida y le lanzaba miradas a los tomates que sembraba nuestro padre y al limonero que él y yo, antes de que naciese ella, habíamos plantado. Aquel día me dio por asomarme un rato a espiar a mi hermana. Sólo la veía de espaldas, pero me gustaba mirarle el pelo, encontrar en aquella lisura negra la raya de luz donde el sol incidía partiéndole la melena. De repente la puerta de la cancela del jardín hizo un gruñido como el de un columpio al ser empujado. Un hocico grande y negro asomó desde la calle. El corazón me dio un vuelco. Adherido a la nevera con un imán teníamos una lista con los números de teléfono de las emergencias; en esa lista, además de figurar los de las ambulancias, bomberos y policía, había un teléfono de la guardia forestal. Muy de vez en cuando, atraído por la basura o simplemente desorientado, merodeaba por nuestra urbanización algún oso grizzly que bajaba de un monte vecino que teníamos a nuestras espaldas. El hocico, negro y grande como el de un oso, se quedó husmeando el jardín sin que el animal se decidiese a pasar adentro. Iba a avisar a mi padre cuando de repente el perro decidió meterse en el jardín atravesando la puerta de la cancela. Era un perro grande y musculoso, como un Husky pero de color naranja y con la cola montada sobre el lomo, formándole una graciosa fuentecilla blanca de pelo. Irene reaccionó enseguida; se puso de pie, dio un paso hacia el césped del jardín y se arrodilló. Después de que hacerle gestos de atracción con las manos no funcionara, vi cómo mi hermana se golpeaba con las palmas los muslos para llamar la atención del perro.

-Ven, ven -le decía mi hermana con toda la atención dulce que su voz grave le permitía.

Cauteloso, supongo que todavía ordenando en el cajón de su experiencia los olores de los tomates y del limonero, el perro se acercó muy despacio a Irene. Cuando estuvo cerca ella acabó de atraerlo estirando un brazo y acariciándole la testa. El animal vino hacia ella y se dejó manosear. Mi hermana vio que el perro llevaba una medallita en el collar y la leyó:

-¡King!

El perro, que hasta entonces había actuado entre receloso y holgazán miró muy atentamente a mi hermana. A mí esa mirada incrédula del perro me cautivó; la estaba mirando exactamente como si le dijera: ¿Y tú cómo sabes mi nombre, eh? El akita se excitó y trotó un poco por el jardín hasta pararse delante de la puerta de la cancela. Le echó un vistazo a la calle y luego giró el cuello hacia mi hermana. Irene volvió a golpearse los muslos con las palmas de las manos abiertas y le llamó:

-¡KING!

El perro se disparó hacia mi hermana y ella le recibió tirándose hacia atrás en el césped para que no la embistiera. Irene reía y el perro, que ya se había puesto sobre ella, empezó a lamerle la cara. En ese momento dejé de mirar por la ventana y salí al jardín, yo también quería acariciar al perro. Mi hermana tenía quince años cuando conoció a aquel akita. Cuando pienso en la adolescencia de ella, mi imagen preferida está ligada a ese perro: Mi hermana sentada como siempre en las escaleras del porche, el perro tumbado a sus pies, dejando que ella le acariciase el lomo o le buscase alguna pulga. Con la llegada de King Irene perdió esa mirada aburrida que le lanzaba a los tomates y al limonero de nuestro jardín.


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