Cuando el padre de Ruth murió y ella, sin que yo conociera los motivos, decidió apartarme de su vida, mi percepción del pasado maduró instantáneamente: ya no se trataba de un saco donde se recaudaban y se clasificaban las cosas que me pasaban. A partir de ese momento el pasado se me reveló como lo que en verdad creo que es: una base de datos sentimentales para el contraste. Cuando Ruth se fue descubrí esa desavenencia que puede existir entre el pasado y el presente: las cosas que me habían pasado con Ruth, cosas que en un presente anterior habían sido alegres, ahora, por contraste, se habían archivado por el pasado como un producto feo y malo. En definitiva; fue así como me di cuenta de que el pasado, cuando importa y se regresa a él, casi siempre es un dispositivo obsesivo y masoca.
El pasado no siempre está pasado; a menudo simplemente se limita a ser memoria de lo ocurrido; pero no a ser algo superado, pasado. Por suerte para mí, la figura de Ruth es “pasado”. Lo que aún no ha pasado es la imbécil que fui, lo mal que lo hice al final.
¿Pero por qué cojones tuviste que irte, Ruth? Me hiciste crecer de súbito. Pensaba que íbamos a crecer juntos y despacio. Pensé que íbamos a saborear lentamente cada etapa. Al menos, ahora deseo que hubiésemos crecido así. Pero sospecho que eso es una utopía; tengo la certeza de que no se crece despacio. Se salta a la madurez después de algunos traumas. En la falda de la montaña, en alguna fecha indeterminable, nos hacen beber una pócima cargada de realidad... y entonces despertamos en la cima. Y ya está.
Eres idiota. Me daba igual que no hablaras. Sé que hubiera tenido paciencia para soportarte. El tiempo hubiera transcurrido y me hubieras empezado a contar todos los detalles de lo que sucedió con tu padre. Porque no se trata sólo de que se muriera, ¿no? Algo más habría, ¿verdad, Ruth?
A los 13 años el ruido del despertador me ponía frenético. Antes, hasta hacía poco, mi abuela aún podía recordar bien la hora a la que tenía que despertarme, y lo hacía tocándome la frente. Era un despertar suave, transitado, la cara de mi abuela, resbalada por la vejez, aparecía ante mí antes de que yo fuera consciente de que estaba despertando. En cambio, ahora, el despertador siempre hacía trizas imprevisiblemente mi etapa de sueño. La costumbre de acercarse a mi cama, sentarse en el colchón, y despertarme acariciándome la frente dice mi abuela que se la copió a mi madre. Supongo que trataba de preservarla o de continuarla de alguna manera en mí. Yo no me acuerdo ni de mi madre, ni de mi antigua casa, ni de mi padre. Alguna vez, cuando se reunían en la cocina a comer con nosotros, oía a los amigos de mi abuelo opinando sobre mí:
-Pobrecillo, sin madre.
Mi abuelo entonces se envaraba, su rostro se esforzaba en recordar aquella expresión con la que posaba en las fotos de cuando era soldado:
-Pobrecillo yo, yo me quedé sin hija. ¿Él, sin madre? Qué va, ni se dio cuenta.
Era cierto. Por suerte para mí, la muerte de mis padres cuando yo tenía tres años no produjo en el niño que yo era más resaca de lo que supondría un cambio de habitación, la pérdida de un juguete querido, o que me cambiaran el juego de toallas al que ya estaba habituado por otro nuevo.
Mi bisabuelo Paul convirtió, hace ya más de 60 años, la casa donde vivíamos yo y mis abuelos en un hostal que no había enriquecido a los Garrington pero que, quizá desafortunadamente, producía el suficiente dinero como para que a mi abuelo le hubiera dado pereza aspirar a otros empleos al regresar de la guerra . De mi bisabuelo apenas han quedado fotos, sólo algunas, muy deshechas, de cuando ya era muy mayor. En todas las fotos aparecía comiendo o fumando, invariablemente con una sonrisa granuja y enorme; su sonrisa era una secuela de victoria que, por lo que dice mi abuelo, siempre lucía en la cara desde que dejó atrás los tiempos de miseria gracias al buen arranque del hostal. Dice mi abuelo que Paul, su abuelo, siempre había sido tomador por un loco en su familia, en especial por sus hermanos. Todos se echaron las manos a la cabeza cuando Paul les explicó en qué pensaba gastar el paupérrimo quinto premio que le había tocado en la lotería. Cuando el negocio del hostal empezó a ir bien, automáticamente, aunque nunca llegara a cogerle totalmente el gusto, mi bisabuelo Paul se convirtió en un gran fumador. Fumaba el mejor tabaco, siempre estaba dispuesto a ofrecerle algo de su carísimo tabaco a su padre, a sus hermanos... y a todos los que no habían creído en él.
La casa que el bisabuelo Paul convirtió en un hostal disponía de dos plantas y una buhardilla con forma de pirámide. La planta baja era el sector “foráneo” de la casa. En teoría los inquilinos de la planta baja también tenían derecho a usar la cocina, pero mis abuelos comían y hacían vida en aquella enorme cocina y creo que a la gente le daba vergüenza invadir aquel espacio. Algún inquilino, a lo sumo, entraba a la cocina musitando un saludo, se dirigía rápidamente a la nevera y rescataba alguna cosa para precocinar o un poco de embutido para un bocadillo. La planta baja tenía ocho habitaciones, pero como mucho sólo se ocupaban cinco o seis. La gente que venía al hostal era muy pasajera; nadie venía a “vivir” durante un tiempo; sólo utilizaban el hostal como plataforma de espera hasta que les salía algo mejor, y eso no tardaba demasiado en ocurrirles.
Sin embargo, había dos huéspedes más en la casa: sus habitaciones estaban en la planta superior, junto a la mía y la de mis abuelos. Estos dos huéspedes... en realidad eran inquilinos de mi abuelo, pero ya no estaban de paso; se habían aglomerado al núcleo familiar de mis abuelos y yo. Yo sentía por ellos un afecto similar, creo, a lo que se debe sentir por un tío. Desde que tengo uso de razón Nicolae, el carnicero judío, siempre ha estado en la casa y Francis Frost King llegó cuando yo tenía sólo ocho años. Recuerdo la expectación de mi abuelo y de Nicolae y el jaleo de los paparazzi: Francis Frost King, el ex-campeón de los pesos pesados, se venía a vivir al hostal Garrington. Durante el primer año no era raro encontrarse con algún paparazzi esperando tras la cancela del jardín a que apareciese Francis, pero después la reputación del ex-boxeador se fue acallando y sumergiéndose en la normalidad.
Francis le demostró enseguida a mi abuelo que se sentía cómodo en el Garrington y que buscaba integrarse. Siempre recordaré el día en que Francis Frost King empezó a “unirse” a nosotros: Nicolae estaba preparando pancetas y morcillas. Nicolae se sentía orgulloso de su carne y era habitual que insistiera en preparar él la comida con los desperdicios de la carnicería. En ese momento acababa de disponer una generosa fuente de pancetas sobre la mesa de la cocina. Francis, que habría bajado al salón a ver la tele, o bien se preparaba para salir a comer, pasó a la cocina y exclamó:
-¡Qué bien huele, ¿no?!
Nicolae, que estaba de espaldas, ocupado con una gran pinza de madera en darle la vuelta a las morcillas que estaba friendo, se giró hacia Francis y le sonrió. El vaho jugoso de las pancetas, que subía lentamente formando un vaporoso copete, hizo que los agujeros de la amplia nariz del negro se dilataran por un instante. Mi abuelo se cogió las manos y apuntó -las manos parecían una pistola- hacia la fuente de pancetas.
-Quédate, muchacho.
Nicolae alzó con las pinzas una larga trenza de morcillas y puso un plato debajo para que no escurrieran el jugo en el suelo.
-Mirad -nos señaló Nicolae, muy contento. Parecía como si se vanagloriara de haber capturado un estupendo ejemplar de serpiente.
Mi abuela dio una palmada alegre y fue a buscar un vaso para Francis. Aquella vez fue la primera que comimos juntos los cinco.
Mi abuelo compraba un abeto cada año y sembraba los pies del árbol con regalos para mi abuela, para mí, para Francis y para Nicolae. Ellos subían en Noche Buena a cenar con nosotros; dejaban las chaquetas en el perchero, se acercaban discretamente al árbol y mientras Francis se agachaba a dejar por allí sus regalos para nosotros, Nicolae se acercaba a mi abuelo y le entregaba un gran paquete de carne envuelto en papel de regalo. A los pies del árbol se acumulaba una buena pila de regalos que, rociados por los rítmicos trinos de luz de las bombillas de navidad que adornaban el abeto, adquirían el aspecto de tropezones de una macedonia. El negro del hostal, el ex boxeador Francis Frost King, se acercaba al árbol, cogía su regalo y me lo ofrecía directamente, desbaratando mi juego de buscarlo y mi presunta creencia de que todo aquello era un capricho de Papa Noel.
-Toma -y me lo decía golpéandome con la palabra.
Del primer recuerdo que tengo de él entregándome un regalo lo que más me llama la atención, y es lo que recuerdo con más nitidez, es que descubrí entonces que los negros tienen las palmas de las manos blanquísimas: el regalo fue una comba.
-¿No es para niñas? -le repliqué yo, desilusionado.
-No -zanjó él en un tono brusco, quizá también desilusionado-, es para ponerte fuerte.
Como no quería que se enfadara conmigo -me caía muy bien, básicamente porque era un gigante musculoso y podía presumir de él cuando cuando venía a por mí de vez en cuando a la escuela-, la semana siguiente, cuando ya se me había pasado la emoción por los otros regalos, me puse a practicar con la cuerda en el jardín. Cuando me vio saltando salió al jardín con otra comba y empezó a saltar conmigo y a enseñarme algunos ejercicios.
-Las niñas no saben saltar así -mientras me lo decía me cogía un hombro con su manota, en aquel entonces, yo debía tener nueve años, su dedo pulgar era casi una tercera parte de mi hombro.
-Dale las gracias a Nicolae – me siseaba mi abuelo cada Noche Buena, orientando sus pobladas y canosas cejas hacia el cordero.
Yo me moría de vergüenza por tener que darle las gracias a Nicolae por algo que estaba a punto de comerme, pero si no lo hacía mi abuelo empezaba a pisotearme con fuerza y se ponía muy pesado.
El carnicero recogía mi agradecimiento con una sonrisa orgullosa; le encantaba sentirse generoso. A veces, cuando preparaba algo especial para comer, me cogía del brazo en mitad de pasillo del piso de arriba y me preguntaba: “Qué, ¿estaba buena la carne?” Nicolae solía pasearse en bata, con una camiseta interior blanca. Siempre iba limpio, pero podía adivinarse en sus camisetas el recuerdo de alguna mancha de grasa o de sangre. Yo me quedaba bobo buscando alguna de esas pequeñas manchas en su pecho, o bien mirando la curva enorme de su panzota y le respondía, timidísimo, un “sí” fabricado con un asentimiento de mi cabeza.
El despertador que me regaló mi abuela tronaba cada 10 minutos hasta que me levantaba y lo apagaba con un porrazo. Cuando me incorporaba el sol que entra por la mañana, casi siempre, había seleccionado, de todas las cosas que tenía chincheteadas en el corcho que había frente a mi cama, mi gorra de baseball. De pequeño jugué en el equipo de baseball de la escuela: era bueno jugando y eso es más que suficiente para que, a pesar de que no me importara en absoluto el deporte, me gustara jugar. Mi abuelo venía a recogerme a los entrenamientos con una botella -de esas feas y tan modernas que usan los ciclistas- llena de agua con azúcar y limón. La primera vez que vino a recogerme quise pararme a beber en la fuente del parque de Winston Churchill -un parque que hay a medio camino entre la escuela y nuestra casa. Mi abuelo, cuando vio que yo me iba a arrancar hacia la fuente, estiró su brazo y me cogió por el hombro:
-No, Arnold, que de ahí beben los perros.
No entendí eso de los perros -de hecho, no lo comprendí hasta que mucho tiempo después no presencié, en otro parque, a un enorme boxer que se enfilaba hacia la fuente y chupaba directamente el agua del pitorro-, así que pensé que “que de ahí beben los perros” era una expresión que venía a significar: “No quiero que hagas esto, y ahora no me apetece explicarte por qué”.
Un día en que Ruth estaba en casa, mi abuela nos sirvió en la cocina dos trozos de pastel para merendar: uno de chocolate y otro de limón. Ruth iba a adelantárseme cogiendo el pedazo de pastel de limón.
-¡Eh!, Ruth. No, no lo cojas, que de ahí beben los perros.
Ruth frunció el ceño y me miró extrañada, yo aproveché su perplejidad para coger el pedazo de pastel que quería.
-Nada, no hagas caso, para ti el otro.
A cualquier otra persona, por cortesía, le habría dejado elegir el trozo de pastel. Pero con Ruth, que era mi amiga, no me hacía falta ser amable.
Hubo una última manifestación más de mi incomprensión hacia el “que de ahí beben los perros”. Una noche soñé que una mamá perro iba con su cachorro. El cachorro, en el parque de Winston Churchill, empezó a sentir sed y viró el lomo con la intención de dirigirse hacia la fuente. En ese momento -¡hasta dónde pueden hilar los sueños en verosimilitud!-, la mamá perro empezó a ladrarle a su pequeño:
¡-Guau-guau!: y yo sabía perfectamente, desde mi sueño, que lo que estaba tratando de decirle era:
-No bebas de ahí, cariño, que de ahí beben los niños.
Arnold y Francis Frost King by Iván Legrán Bizarro is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
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