lunes, 31 de mayo de 2010

Sobre "Los mecanismos de ficción"

¿Es real el realismo? ¿Cómo definimos una metáfora afortunada? ¿Qué es un personaje? ¿Cómo reconocer el uso brillante del detalle en la ficción? ¿Qué es el punto de vista, y cómo funciona?

Según la introducción a “Los mecanismos de ficción” de James Wood, ésas son las preguntas que han funcionado como gasolina para impulsar la redacción de este libro. Lo primero que sorprende es el título: ¿Por qué “Los mecanismos de la ficción” y no “Los mecanismos de la literatura”? ¿En algún momento la literatura no es ficción o, en algún momento, aspira a una cosa distinta de la ficción? Quizá, justamente, ése sea el primer golpe que pretende darnos James Wood: Enmarcar a la ficción como marco de toda la literatura. ¿Es necesario hacer eso a estas alturas? Pues yo creo que sí: ¿Nos parece raro que alguien nos hable de “literatura de ficción” -intentando, entonces, diferenciarla de otra literatura de no-ficción-? A mí al menos, de buenas a primeras, si me dicen eso de “literatura de ficción” no vacilo en imaginarme una novela negra o una novela de aventuras. Entonces, ¿qué ocurre con las novelas cuyo género es el de no tener género? ¿Es que pueden estar fuera de la ficción? Desde luego que no. Voy a recoger aquí uno de los últimos párrafo con los que James Wood cierra el libro:

El realismo, visto en general como fidelidad a las cosas tal como son, no puede ser simple verosimilitud, no puede ser simple semejanza con la vida, o parecido, sino lo que yo llamo “vividad”: vida en el papel, vida traída a una vida distinta por el arte más elevado. Y no puede ser un género; por el contrario, hace que otras formas de ficción parezcan géneros. Porque el realismo de ese tipo -vividad- es el origen. Informa todo lo demás; instruye a sus alumnos díscolos; permite que existan el realismo mágico, el realismos histérico, la fantasía, la ciencia ficción, incluso los Thrillers.

Me parece un buen acierto eso del realismo-vividad, sirve para oponerlo al realismo-fotográfico, el cual en absoluto es artístico y suele ser simple esqueleto para articular “argumentos”. No es extraño entre los alumnos de literatura o los aficionados a la lectura el viejo debate de: ¿No es mejor una mala historia bien contada que una buena historia mal contada? Me parece un debate de una miopía exacerbada: Las buenas historias, son buenas porque están bien contadas. Las malas historias, son malas porque están mal contadas. Con lo cual, le pese a quien le pese, una historia más larga y más compleja puede muy fácilmente ser simplemente eso: más larga y más compleja.

Perdón, me estoy yendo por otro sitio; pero es difícil conducir en línea recta cuando se habla de literatura. He tenido una sensación muy molesta con el libro de James Wood: A pesar de que estoy prácticamente siempre de acuerdo con el olfato de buen lector que demuestra tener a lo largo del libro, creo que comete el error de contestar dos veces a cada una de las cuestiones que plantea: Cuando habla sobre el estilo indirecto libre empieza a esbozar una explicación teórica clara y precisa ante la cual digo sí con la cabeza y estoy de acuerdo; cuando aboga, teóricamente, por cómo debería ser un buen uso de semejante estilo vuelvo a asentir con la cabeza y a decirme que sigo estando de acuerdo. El problema lo tengo cuando James Wood se empeña en contrastar citar ejemplos de novelas; creo que se desorienta o bien se vuelve muy sectario con su propios gustos, hasta tal punto que siento que las cosas que ha asentado bien teóricamente luego, en la contrastación práctica, se acaban deshaciendo. No hablo simplemente de que esté poniendo malos ejemplos a buenas explicaciones; hablo de que las premisas que nos hace asumir gracias a un buen planteamiento luego se suelen ver comprometidas con los ejemplos escogidos y, además, puede conducirnos a los lectores a una contra-asunción de lo que ya habíamos dado por bueno en un primer contacto teórico. Pondré un ejemplo:

El estilo indirecto libre adquiere su máximo poder cuando apenas resulta visible o audible: “Ted contempla la orquesta a través de unas lágrimas estúpidas”. En mi ejemplo, la palabra “estúpidas” marca la frase e indica que está escrita en estilo indirecto libre. Si la quitamos, tenemos un pensamiento normal en tercera persona: “Ted contempla la orquesta a través de las lágrimas”. La adición de la palabra “estúpidas” suscita la pregunta: ¿de quién es esta palabra? Es muy poco probable que yo desee llamar estúpido a mi personaje sólo porque está escuchando música en una sala de conciertos. No, es una maravilosa transferencia alquímica, la palabra ahora pertenece en parte a Ted y en parte al narrador.

Esta primera explicación sobre qué es el estilo indirecto libre me parece buena; está bien ilustrado el modo en que el narrador indirecto libre simpatiza casi invisiblemente con sus personajes y deja que los pensamientos de estos se viertan en el caudal de su discurso. Sin embargo, cuando intenta ejemplificarnos el uso del estilo indirecto libre en una novela de Henry James, nos transcribe este párrafo:

Y a causa de todas estas cosas su mamá la consiguió por un precio tan económico, realmente por nada: el caso es que un día, cuando la señorita Wix la acompañó al salón y se retiró, la niña oyó que una de las damas que encontró allí, una señora con las cejas arqueadas como cuerdas de saltar y puntadas muy gruesas y negras, como líneas trazadas con regla para las notas musicales y que llevaba unos bonitos guantes blancos, se lo anunciaba a otra. Sabía que las institutrices eran pobres; la señorita Overmore era inmencionable, y la señorita Wix mucho más aún en público. Sin embargo, ni eso, ni el viejo traje marrón ni la diadema ni el botón disminuían el atractivo que poseía la señorita Wix para Maisie, un encanto que se hallaba presente en toda y ella que transmitía que de alguna manera, a pesar de su fealdad y su pobreza, era peculiar y tranquilizadoramente segura; más segura que ninguna otra persona en el mundo, que papá, que mamá, que la señora con las cejas arqueadas; más segura incluso, aunque fuese mucho menos guapa, que la señorita Overmore, cuyo encanto, suponía la niña, débilmente consciente de ello, no invitaba a descansar con la misma sensación de arroparte y de beso de buenas noches.

Antes de comentar por qué este ejemplo de excelente uso de estilo indirecto libre me parece inadecuado, voy a dejar discurrir un poco más a James Wood para que apuntale otra de sus buenas conclusiones sobre el estilo indirecto libre:

Es habitual que los buenos escritores cometan errores. Muchísimos autores excelentes tropiezan en el estilo indirecto libre. El estilo indirecto libre resuelve muchas cosas, pero acentúa un problema inherente a toda narración de ficción: ¿las palabras que usan los personajes aparecen suyas o más bien suenan como si fueran del autor?

Cuando escribí “Ted contempla la orquesta a través de unas lágrimas estúpidas”, el lector no ha tenido dificultad alguna en asignar “estúpidas” al propio personaje. Pero si yo hubiese escrito “Ted contempla la orquesta a través de unas lágrimas viscosas e hinchadas”, de pronto los adjetivos habrían parecido irritantemente adjudicables al autor, como si yo intentar encontrar la forma más estrambótica de describir aquellas lágrimas.

El problema que señala James Wood, la tensión entre el estilo del narrador y el supuesto estilo que debería tener cada personaje, está tan fosilizado en la novelística que, precisamente por eso, el ejemplo que ha puesto de buen uso del estilo indirecto libre queda invalidado. Me explico: Estamos tan acostumbrados como lectores a un intervencionismo tan grande del narrador -aunque sea entendiéndolo dentro del estilo indirecto libre como una predisposición demasiado habitual del narrador a contener de un modo muy artificioso los pensamientos más corrientes de un personaje, que el ejemplo de narrador excesivamente simpático de Henry James nos va a resultar demasiado cursi: El narrador niñifica demasiado a la niña, se comporta ocasionalmente como un padre para ella. Y eso ya no es hacer un uso del estilo indirecto libre “que resulte apenas visible o audible”, al revés, es hacer un uso demasiado fluorescente del estilo indirecto libre.

Además, me parece mal que, como si bien apunta el propio James Wood, el arte es desproporcionar algo para mostrar la tamización subjetiva de dicha proporción seleccionada, no se anime nunca a hablar de otros estilos narrativos aparte del indirecto libre. Este “Los mecanismos de la ficción” me parece un libro demasiado quieto en la premisa de que la novelística actual se basa en distintas germinaciones del estilo indirecto libre inventado por Flaubert. Por ejemplo, ¿por qué James Wood no explica nunca que en las narraciones en primera persona sí puede solucionarse perfectamente esta tensión entre “estilo del narrador y estilo supuesto en el personaje”? En las narraciones en primera persona es más evidente la intención artística del escritor; el intento subjetivo de desproporcionar algo para aspirar a la meta más interesante del arte: detallar una visión -parcial- de la verdad.

Voy a poner un ejemplo de Blonde Town para ilustrar eso que digo de la solución entre “tensión del narrador y tensión del supuesto estilo de los personajes. Al ser una novela en primera persona el narrador vierte su propio discurso en su prosa, así que queda automáticamente desactivado para sí mismo el estorbo de: “¿Pero es que este estilo pega con la mente de este personaje?” Además, en las narraciones en primera persona, la narración es tan evidentemente capricho de una subjetividad, que el autor tiene la ventaja de poder ejemplificar sus discursos sobre otros personajes invocándoles al diálogo cuando le dé la gana; por lo tanto vuelve a salvar los escollos del discurso indirecto libre sin caer en la cursilería simpatizante del ejemplo de Henry James.

Mi hermana se ha convertido en una mujer de 16 años que habla poco. Sé que la familia echa de menos a la niña que fue Irene; estoy cansado de que siempre se lo recriminen con alguna mirada sucia, o bien zancadilleando su silencio con las mismas preguntas de siempre. Para ellos es como si un gusano alegre y colorido se hubiese metamorfoseado en una mariposa macilenta y callada.

Desde los 12 hasta los 18 años más o menos, la ventisca muy pasional de la adolescencia quita la niñez de los corazones. Sin embargo, a Irene le sucedió algo que se la arrancó de cuajo como se arrancaría un tubérculo: Se enamoró a los 13 años de un chico mucho mayor que ella. Fue una relación normal y corriente, se quisieron y se acostaron juntos durante más de un año. Creo que por eso Irene ha crecido tan deprisa, sin apenas transitar por la adolescencia: La adolescencia es una etapa heroica basada en la mitificación del niño por metas que sólo podrá conseguir siendo adulto: amor, sexo, dinero... Como a Irene el amor y el sexo la tocaron con sólo 13 años la crisálida de la adolescencia culminó extraordinariamente rápido en ella. De hecho, las aspiraciones de mi hermana volvieron a basarse en temas de su niñez: Ser veterinaria y, sobre todo, tener un perro.

Cuando me enteré de que mi hermana había follado sentí asco. Me poseyeron las ganas de lanzarle una apasionada reconvención para intentar que se diese cuenta de la locura que había cometido. En realidad, lo que yo estaba haciendo era enmascarar de regañina paternalista el choque de asco que había sufrido al imaginármela siendo follada por un tío. Lo que ocurrió es que ella se me avanzó a la regañina con una frase de una lógica imposible de contradecir:

-Si le hubiese conocido con 17 años y hubiera sido virgen... ¿No sería lo mismo?, ¿eh? ¿Tenía que dejar escapar a un chico que me gusta sólo por la edad?

Tuve que masticar mis protestas hasta que se convirtieron en un balbuceo y luego en nada. Mi hermana tenía razón.


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